Thuja
Sabía que te encontraría
aquí.
La fronda otoñal se queja bajo la suela de sus
zapatillas. Lo reconozco porque llevamos toda la vida juntos y ya me
sé perfectamente el ritmo de sus pasos. No digo nada, continuo
mirando un punto en blanco a través de mis gafas de sol.
Me pone un brazo sobre los hombros en un intento en
vano de calmar el estremecimiento que sacude mi columna vertebral. Le
siento suspirar lentamente.
–¿Qué pasa, chaval?
Cuando se cansa de esperar alguna respuesta,
rebusca en su chaqueta de cuero y saca un paquete de cigarrillos
Marlboro. Se pone uno en los
labios y no lo enciende. Bufa y se coloca delante de mí, obligándome
a mirarlo. Me ofrece un pitillo. Me tiemblan tanto las piernas que
tengo la necesidad de sentarme en el suelo. Me imita, se coloca a mi
lado.
–Vale, pues no hay
tabaco para ti –dice mientras se vuelve a guardar la cajetilla en
su chupa.
Se me vuelve a perder la mirada en algún punto
invisible.
–Bonito lugar, ¿no?
Continúa intentando hacerme hablar sin éxito.
No es un panorama agradable en absoluto. Estamos en
un descampado, seguramente repleto de orín. Rodeado de setos Thuja
(también llamados Árboles
de la vida).
Con papeleras repletas de envoltorios y una ausencia notable del
servicio de limpieza. Es tarde y las nubes más claras tienen el
tímido capricho de tumbarse con nosotros. Corre el viento con
fuerza, como intentando echarnos, como si no nos quisiese allí.
Le
escuchó exhalar por tercera vez y me doy cuenta de que es hora de
abrir la boca.
–Hace
frío.
–Es
normal que haga frío, estamos en otoño. –Lo miro con el semblante
serio–. Otoño, bajan las temperaturas, llueve, se caen las hojas.
–Se
caen las hojas.
–Ehm…
Así es.
Enciende
su cigarrillo con un mechero Clipper,
ayudándose de las manos para que la mecha no se consuma. Da una
calada honda que le llena los pulmones de cáncer.
–Caen
las hojas. Cae la nieve. Caen los pétalos. Cae la lluvia. Caen las
pestañas. Me caigo yo, me deshago, me quiebro, me rompo.
–Ya
tardabas en convertirte en filósofo, eh. Venga, desahógate.
–Yo
no puedo sin ella.
–Claro
que puedes, idiota. Es sólo una chica. Encontrarás mejores que
ella.
–Ya
sé que encontraré mejores.
–¿Cuál
es el problema entonces, tío?
Trago
saliva para intentar deshacer el nudo que se ha aferrado a mi
garganta.
–Claro
que habrá mejores. Pero yo la quería porque ella vive despeinada y
absurda. Porque me prometía regalarme París, Venecia, Roma y
Marrakech. Por no hablar de que me llevaba al cielo cada noche. Y la
quería mía por siempre, joder, me encantaba verla despertar, y ver
como sus pestañas tintineaban torpemente. La quería loca.
Me
mira con pena. Nunca me ha gustado darla. Me pone una mano en la
rodilla y zarandea la cabeza hacia los lados. Le da una fuerte calada
a su cigarrillo y lo tira lo más lejos que puede, sin apagarlo.
–¿Por
qué llevas gafas del sol? –pregunta quitándomelas.
Se
le cambia el semblante de la cara. Me da un abrazo, de esos que te
duelen por dentro porque te hacen resquebrajarte, te hacen sentir
pequeño y vulnerable. Y se me cae el mundo. Rompo a llorar en el
hombro de mi mejor amigo. Y creo que en diecisiete años de relación
nunca lo había hecho de una manera tan frágil. Y le aprieto con
ganas porque quiero que sienta solamente una porción de mi dolor,
para que pueda entenderme.
Porque
dicen que, a veces, algunos abrazos te juntan todas tus partes
quebradas. Pero hay que darlos con fuerza y rabia.
Y
así lo hice.
Y
así lloraba.
–Ella
es mi niña. Mira, déjalo, no quiero viajar con ella. Ella es mi
París, mi Venecia, mi Roma y mi Marrakech. Me caigo sin ella.
Dejo
de hablar porque se me está rompiendo tanto la voz que resulta
imposible entenderme. Solamente sollozo apretando mi cara contra su
chaqueta de cuero.
–Tranquilo,
tranquilo, tío…
Tengo
el corazón envuelto en niebla y me estalla la cabeza porque llevo
horas con las lágrimas balanceándose en mis pestañas. Cuando
consigo calmarme y recoger por todo el mundo los pedacitos de mí que
habían salido volando, me deshago de su abrazo y le miro a los ojos.
–Ella
ha sido una hecatombe para ti.
Siento
que alguien tira de cada parte de mi cuerpo. Me cosquillea todo.
Y
me despierto.
Estoy
de nuevo en mi cama, rodeado de sábanas blancas, con el piso
inundado de olor a café y a tabaco, con el sol por la ventana.
Y
allí está ella, bocabajo, desnuda y preciosa, con los rayos de mayo
coloreándole las mejillas, durmiendo, con su respiración tranquila,
con un perfecto caos en el pelo.
Le
toco la espalda con la yema de mis dedos lo más cuidadosamente que
puedo. No se despierta pero se le eriza la piel. Pronuncia un leve
murmullo, porque está soñando. Apoyo la cabeza en su espalda e
intento no moverme ni un ápice para que tanta belleza no se rompa.
Caigo
en la cuenta de que al igual que la Luna –cada noche–, las
farolas, los abetos y los batidos de fresa, Morfeo nos tiene envidia.
Le tiene envidia a ella porque se pasean juntos y le danza como una
reina. (¿Quién no se enamoraría?) Y me tiene envidia a mí porque
me ha jurado regalarme las ciudades más bonitas de este planeta.
Aunque
no sepa que con ella ya tengo el mundo.
Primer premio de prosa del Certamen literario de las Jornadas culturales 2014.
Irene Godoy Castillo, 4º ESO-A
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