Frente a las margaritas…
Mamá, hoy hace muy buen día… ¿a que sí? ¿ Te has fijado en las margaritas? Están preciosas.
Anda, coge un ramo y regálaselo a tu padre. Dale una alegría por una vez.
Es curioso cómo a veces te acuerdas de los detalles más insignificantes de tu vida, recuerdas cosas que, a simple vista, no tienen ninguna importancia en su transcurso.
Y parece que haga ahora una eternidad de eso. Todavía me acuerdo; era un día de primavera, ese año había llovido muchísimo y yo estaba contentísima de que hiciese sol. Tenía diez años.
Sin embargo, ahora, no consigo intercambiar más de tres palabras con mi madre. Es como si algo me oprimiera las cuerdas vocales para impedirlo, una continua sensación de soledad y rabia al mismo tiempo. No hemos vuelto a ser las mismas desde aquel accidente, desde que mi padre murió.
Estábamos las dos sentadas en el salón, llovía, y mi padre venía de camino a casa después de trabajar. Una tarde normal de un día normal. Después de que pasaran unas tres horas, mi madre, ya preocupada decidió llamarle, pero lo único que obtuvo por respuesta fue el típico: “El teléfono al que usted llama se encuentra apagado o fuera de cobertura”. Llamó a la oficina, y le dijeron que había salido a su hora normal. Cuando llegaron las once de la noche y mi padre seguía sin aparecer, mi madre estaba desesperada, sentada en la cocina con las manos en la frente y la cabeza gacha. De repente, el teléfono empezó a sonar, y mi madre se lanzó a por él. Yo observaba como, a a cada palabra que mi madre recibía del otro lado del teléfono, su cuerpo comenzaba a temblar y sus piernas se aflojaban hasta obligarla a sentarse. Colgó, y las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas, aumentando a cada momento que pasaba, rota por el dolor. Fui hacia ella y la abracé, todavía en estado de shock. En realidad, no necesitaba que me dijera lo que había pasado, ya me lo imaginaba. No sé cuanto tiempo estuve abrazada a ella, supongo que el suficiente para que recobrara un mínimo de fuerza para llamar a mi familia y contárselo todo, no sin antes, claro, decírmelo a mí.
Esa noche, mi madre fue acompañada por mi abuelo al hospital donde se encontraba el cuerpo de mi padre mientras yo, tendida en mi cama, aislada de los llantos que en aquel momento se producían en la planta de abajo de mi casa, procedentes de mi abuela (que se había quedado a cuidar de mí) comenzaba a asimilar lo que había pasado, a creérmelo, a asumir que, a partir de ahora, mi padre no estaría en casa para despertarme los fines de semana, ni prepararme el desayuno, ni regañarme… simplemente, no estaría. Se había ido. Entonces, un dolor desgarrador comenzó a taladrarme el pecho, yo lloraba, lloraba y llamaba a mi padre en la oscuridad, sin obtener respuesta, muerta de miedo. No soportaba la idea de que no estuviera aquí junto a mi madre y a mí, de lo diferente y extraño que se haría todo a mi alrededor a partir de ese momento…
Y así fue, mi vida cambió totalmente de perspectiva, mi madre contrajo depresión, todo pareció desvanecerse en un enorme agujero, no sentía ni frío ni calor, ni hambre, ni sueño, sólo la ausencia de mi padre y el dolor de mi madre. La gente trataba de animarme, consolarme, y se lo agradecía, pero no lo conseguían, nadie podía hacerlo.
Así pasó mucho tiempo; tiempo en el que me encerré en mí misma, en mi dolor. Mis notas bajaron considerablemente, mis amigos dejaron de querer estar conmigo, mi sonrisa, permanente hasta entonces en mi cara, se borró. La mayor parte del tiempo me dedicaba a cuidar un poco a mi madre, que casi no hablaba conmigo, y a sentarme en el jardín de la parte de atrás de mi casa, escuchando música y recordando las tardes que pasamos los tres aquí, arreglando el jardín y, sobre todo, plantando las margaritas...esas margaritas. Era como una tradición, lo hacíamos siempre, y yo había seguido haciéndolo. No podía dejar que eso también se esfumara, como todo lo demás. A parte de eso, lo único que hacía era visitar a mi psicóloga junto con mi madre, que poco a poco parecía ir recuperándose.
Un día de esos, sentada frente a las margaritas, fue cuando se me vino a la cabeza ese momento, ese día de primavera y ese ramo... Y entonces, decidí llevarle uno a mi padre, sería mi recuerdo, me mantendría cerca de él. A partir de entonces, llevaba uno a su tumba cada semana, hablaba con él, lloraba, recordaba. Creo que esto estuvo haciéndome mejorar. Llevaba con esto un año, y mi psicóloga decía que había mejorado mucho, aunque yo seguía sintiéndome diferente a los demás, seguía haciendo cosas distintas a los demás. Veía como las que una vez fueron mis amigas reían, se divertían, salían, en definitiva, vivían. Y yo, por el contrario, seguía estancada en un momento de mi vida, no avanzaba, no aprendía.
Tocaba llevarle margaritas a mi padre, y por una vez, mi madre quiso venir conmigo.Tuvimos una conversación, una, después de tanto tiempo. Se le veía mejor, más viva, pero todavía tenía los ojos morados y estaba muy delgada.
¿ Cúanto llevas trayéndole las margaritas a tu padre?
Un año o así, llevo cuidándolas desde que murió.
¿ En serio?- me mira, asombrada- Y yo no me he dado cuenta hasta ahora… Hija, tienes que reincorporarte a la vida, ambas tenemos que hacerlo.
Ninguna de las dos estamos como para reincorporarnos a nada, mamá. En cuanto a mí, no creo que un par de amigas consigan cambiar como me siento.
Eso tú no lo sabes. Y, ¿ sabes qué? Voy a volver a trabajar. Ya es hora de que tus abuelos dejen de costearnos la vida.
- Y a nosotras,¿ qué nos ha pasado, mamá?
Que no he estado a tu lado cuando me has necesitado. Debería haberlo hecho. Por eso necesito intentar volver a ser la que era antes. Y tú también. Aprovecha ahora que se está terminando el verano y vas a volver al colegio. Cambia.
Después de aquella conversación, decidí que lo iba a hacer. Merecía la pena, y me di cuenta por primera vez, que después de aquel larguísimo periodo de letargo, tenía que despertar, y no me había dado cuenta de las ganas que tenía de conocer el mundo, todo lo que me rodeaba, saber como es vivir de nuevo. Quería ser una persona nueva, pero sobre todo, una persona normal.
Así, terminó el verano, y volví al instituto. Todo me parecía tan nuevo, tan mejorado, tan… vivo. Entré en clase: el mismo sitio, la misma gente, los mismos profesores, y la misma rutina que siempre había sido; y sin embargo, me pareció muy diferente. No hace falta decir que la gente ni siquiera me miraba, era como si no existiera para ellos. Por su parte, a mi madre le costó un poco reincorporarse, pero a todos les hizo muchísima ilusión que volviera a trabajar. Yo intenté hacer amigos, por lo menos creo que voy progresando, he empezado a salir otra vez, a hablar y a reírme. Mis anteriores amigas, aunque todas no, sólo las de verdad, me han recibido con los brazos abiertos, y me hacen sentir bien. Mis notas han vuelto a ser las que eran, y yo también. En cuanto al jardín, ahora, mi madre ha sido quien ha comenzado a ayudarme a plantar las margaritas, y hemos seguido llevándole a mi padre cada mes, hasta ahora.
Todo ha vuelto a la normalidad, todo. Todavía me dan pequeñas punzadas de dolor en el pecho cuando me siento frente a las margaritas, aunque ahora lo hago con mi madre; hablamos de él, de cómo era, y acabamos llorando y riendo al mismo tiempo las dos. Creo que estaría orgulloso de nosotras, al fin y al cabo, hemos hecho un gran esfuerzo.
Hoy estoy aquí, sola, sentada frente a las margaritas, mi madre ha salido a comer, aunque sabe igual de bien que yo que hoy es su cumpleaños. Cierro los ojos y me veo a mí, con diez años, ese día de primavera:
Toma papá. Me ha dicho mamá que te lo dé.
¿Siempre te lo tiene que decir mamá todo, eh?
No, es que a mí no se me había ocurrido.
Pues por eso mismo.
Bueno, pues si no lo quieres, dámelo.
No, sí lo quiero- dice, al tiempo que se ríe. Después, se pone serio- Pero ¿por qué no se lo das a ella?
Porque hoy es tu cumpleaños, no el de mamá.
Después se ríe otra vez, y me da un beso.
PAULA ORTIZ GODOY
Abril 2010
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