Demencia
como cura
Debía de estar a las ocho en el
Hospital Universitario. Procedo a levantarme y emperifollarme como si
de una fémina adolescente se tratase. Al ritmo de música alejada de
lo “mainstream” preparo un néctar cítrico con la presencia de
minúsculos corpúsculos de excedentes. Abandono mi suntuosa morada y
desciendo rápidamente por unos escalones mugrientos. Me hallo a 5 km
del Hospital, y como soy pobre opto por acudir caminando. Camino
rápido, evitando ser acometido por la mirada de viandantes,
comenzaba a chispear levemente y unos nubes oscuras irrumpen en el
cielo, las personas son como las nubes, cuando desaparecen todo es
mejor.
Arribé finalmente a las ocho menos
diez, odio ser puntual, así que decidí realizar un tour por la
planta de psiquiatría, un “locódromo” en versión reducida. A
las ocho en punto mi psiquiatra, sobreveedor de mi trastorno me
invitó a entrar en su consulta. Algo nervioso le narro a mi
psiquiatra todas las peripecias acaecidas durante esta semana, con
especial énfasis en el amor que le profeso a una alumna de física a
la que le imparto clases extraescolares. No siento ninguna atracción
física o sentimental por ella, simplemente el hecho de ser una
relación imposible me anima a hacerla posible. Mi psiquiatra me
cataloga de enfermo y demente y en síntesis me insta a hacer posible
la relación. Acabando la consulta, se ofrece a internarme
voluntariamente en un centro psiquiátrico. Ante aquella invención
de la doctora decido abandonar la consulta en un alarde de enfado y
prepotencia, sin mediar palabra.
Regresé a casa a toda prisa, durante
el trayecto reflexioné sobre mi estado psíquico, si realmente
precisaba de atención psiquiátrica. No pude evitar pensar sobre mi
alumna de física, recordar aquellas fructuosas clases de
trigonometría avanzada o cálculos sobre el coeficiente de
rozamiento de la ducha, pensando en demostrarlos empíricamente.
Llega la noche e intento refugiarme en la caja tonta en la que un
presentador critica a los andaluces valiéndose de tópicos
infundados. Tras una larga situación vomitiva al visualizar tales
deplorables emisiones decido ir a la cama, proveyendo el insomnio que
padecería a lo largo de la noche. La noche avanza con mi insomnio,
no puedo conciliar el sueño y recurro a tranquilizantes.
Mi
psiquiatra como sabe que me gusta el griego se tomó en su día la
libertad de apuntarme a un cursillo de griego básico que su sobrina
imparte en un centro socio-comunitario de mi barriada.
Llegué allí un martes a las 18:00 poco convencido de que tal terapia fuera a desplegar en mi efectos paliativos y socializantes. Mi espesa barba, mis modales inciertos y mi misantropía fueron remendandos por la esbelta fisonomía de la maestra de griego. Una beldad.
Preguntó entre los asistentes, dos señoras muy mayores-extraviadas, un pureta sabelotodo y una joven estudiante de magisterio y yo, si alguno sería capaz de enunciar el alfabeto griego. Yo me alcé y declamé en alta voz desde el alfa hasta la omega.
En seguida destaqué como aventajado alumno y no merced de mis capacidades relativas sino del hondísimo e inerme analfabetismo que me circundaba, pues pronto recabé que la susodicha profesora carecía de las mas básicas lecciones del lenguaje.
Cuando estoy solo mi enferma mente tiende a escuchar cosas imposibles, a veces mientras friego la loza el ruido de la cucharillas me parece una conversación obscena, siento que se comunican conmigo. Con el tiempo he aprendido a ignorarlas pero a veces los ataques son difíciles de diluir. Por eso escapar de mi ostracismo constituye, junto a al farmacopea, la única posible cura paliativa de mi trastorno.
En la tercera sesión puse de manifiesto ante toda la clase que yo debería ser nombrado profesor ya que la docente no tenía ni la más remota idea, ni siquiera había odio hablar de Pericles. Ante lo cual la profesora me llevo a un apartado y me llamó loco del demonio y me dijo que podía hacer que me encerraran con tan solo dar parte a su tío. Le he pedido mil perdones y he tratado de aplicarme pero ha sido imposible.
Llegué allí un martes a las 18:00 poco convencido de que tal terapia fuera a desplegar en mi efectos paliativos y socializantes. Mi espesa barba, mis modales inciertos y mi misantropía fueron remendandos por la esbelta fisonomía de la maestra de griego. Una beldad.
Preguntó entre los asistentes, dos señoras muy mayores-extraviadas, un pureta sabelotodo y una joven estudiante de magisterio y yo, si alguno sería capaz de enunciar el alfabeto griego. Yo me alcé y declamé en alta voz desde el alfa hasta la omega.
En seguida destaqué como aventajado alumno y no merced de mis capacidades relativas sino del hondísimo e inerme analfabetismo que me circundaba, pues pronto recabé que la susodicha profesora carecía de las mas básicas lecciones del lenguaje.
Cuando estoy solo mi enferma mente tiende a escuchar cosas imposibles, a veces mientras friego la loza el ruido de la cucharillas me parece una conversación obscena, siento que se comunican conmigo. Con el tiempo he aprendido a ignorarlas pero a veces los ataques son difíciles de diluir. Por eso escapar de mi ostracismo constituye, junto a al farmacopea, la única posible cura paliativa de mi trastorno.
En la tercera sesión puse de manifiesto ante toda la clase que yo debería ser nombrado profesor ya que la docente no tenía ni la más remota idea, ni siquiera había odio hablar de Pericles. Ante lo cual la profesora me llevo a un apartado y me llamó loco del demonio y me dijo que podía hacer que me encerraran con tan solo dar parte a su tío. Le he pedido mil perdones y he tratado de aplicarme pero ha sido imposible.
El ultimo día tocaba hacer una traducción de una estrofa de Ulises y la acometí con una libertad amplia y ofensiva. Cuando la profesora me mandó leer el texto, bajo mi responsabilidad, fue tan palmario que era débil mental que toda la concurrencia clamó y vitoreó elevando honores a mi suspicacia.
Ella se ha marchado al borde la lágrima y cuando ha regresado una sonrisa de venganza brillaba en sus fauces malignas impregnando debilidad psicológica. Tras aprovechar esta situación para aumentar mi autoestima valiéndome de mi capacidad intelectual he decidido quedar con mi alumna de física.
Mi alumna acudió a la cita ataviada
con su uniforme escolar, puesto que acaba de abandonar su centro de
estudios. Decidimos quedar en una zona céntrica, en un parque en los
aledaños de El Retiro a la vista de la multitud. Mi alumna comenzó
a cortejarme sutilmente, lanzando indirectas a la par de que yo me
sentía observado y cohibido por la marabunta. Resultaba algo
impropio y surrealista una relación entre una quinceañera y un
varón que ronda la treintena, la realidad cada vez se asemejaba más
a una experiencia onírica. Sin contemplaciones, mi alumna se avanzó
sobre mi cavidad bucal irrumpiendo a esta con su frágil lengua, de
fondo podía percibir críticas de la tercera edad que actuaban como
meros espectadores.
Al cabo de unos minutos, manteniendo
una conversación normal me invitó a acceder a su humilde morada, ya
que sus padres no se encontrarían en ella. Manteniendo una cordial
conversación acompañada por unos refrescos irrumpen sus
progenitores en casa, sorprendiéndome dialogando con su hija. El
padre algo confuso por la situación aparece gritando que no estoy
cuerdo por querer mantener una relación sentimental seria con su
hija y me expulsa de su casa mediante zarandeos y empujones.
Mi psiquiatra, tras poseer conocimiento
de los actos ocurridos durante toda esta semana me cito urgentemente.
De pronto y sin mediar anuncio comenzó
a gritarme. Al final de la charla insinuó que se trataba de una
nueva terapia, oriunda del Japón.
Su sobrina le ha dicho de mi que estoy loco, que soy un engreído, un prepotente y un diletante. Que desde que puse un pie en su clase no he hecho otra cosa que ser antisocial, destructivo, paranoico y que mi griego es deficiente. Yo tengo mucho respeto por mi psiquiatra porque considero que es un experto en mi trastorno pero en esa ocasión le he dicho que para poder ayudarme tiene que estar al menos tan loco como yo. Se ha reído y ha dicho que soy un caso perdido. Y me ha obligado a firmar un ingreso voluntario, durante una quincena, en un sanatorio para experimentar un tratamiento.
Su sobrina le ha dicho de mi que estoy loco, que soy un engreído, un prepotente y un diletante. Que desde que puse un pie en su clase no he hecho otra cosa que ser antisocial, destructivo, paranoico y que mi griego es deficiente. Yo tengo mucho respeto por mi psiquiatra porque considero que es un experto en mi trastorno pero en esa ocasión le he dicho que para poder ayudarme tiene que estar al menos tan loco como yo. Se ha reído y ha dicho que soy un caso perdido. Y me ha obligado a firmar un ingreso voluntario, durante una quincena, en un sanatorio para experimentar un tratamiento.
Al llegar a casa como antídoto a mis
penas me hice con un ejemplar de
El guardian entre el centeno. La noche llegó, quedé yo sólo bajo
una lámpara anémica leyendo y haciendo anotaciones en el libro de
Salinger. Cuestionando la realidad difusa que habito, ingiriendo
altas dosis de haloperidol para calmar mi locura y apurando una
Coca-Cola. En esa larga noche esquizoide obtuve una única
conclusión: mi locura no tenía cura.
Recordando aquel centro cultural
comunitario de mi barriada en el cual la sobrina de mi psiquiatra me
impartía clases de griego, mi descabellada relación con mi alumna
quinceañera y mi última cita con el psiquiatra, subía en un
autobús con destino a mi residencia durante quince días. Como
consuelo el psiquiatra me ha garantizado de que me surtirá de
material literario para amedrentar mis largas noches solitarias.
Arribé a tal tumultuoso centro
psiquiátrico a las cuatro de la tarde. El autobús se detuvo frente
a la entrada, visualizaba la mirada de la muerte, ancianos dementes
paseando en un recinto vallado.
Accedí al interior del complejo
hospitalario e intercambié miradas con una alienada joven que
rondaba la treintena. Su mirada lasciva exacerbó mi narcisismo,
impidiéndome manifestar mi humildad en pleno hall del psiquiátrico.
Palpando un cúmulo de sentimientos vislumbré la locura en su máximo
exponente, el apego sentimental que expresaba aquella fémina.
Jesús González Muñoz. 3º B. Primer premio de la modalidad de narrativa.
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